11 marzo 2010

Fuego.

¡Tengo miedo, mucho miedo!, me acaban de empapar de gasolina y se disponen a encender un cerillo para arrojarlo encima de mi cuerpo.

En medio de espantosa maldiciones, se disponen a sacrificarme a la antigua usanza de la inquisición con los herejes.

No, esto no fue un hecho ocurrido en remotos siglos, está pasando ahorita en pleno siglo XXI.

Entre otras cosas dicen que estoy poseído por el Diablo, y que sólo el fuego podrá purificarme, pero eso es totalmente falso, no es cierto, ¡Juro que no es cierto!, yo sólo quiero vivir y convivir como la gente.

Preso de mi desesperación me convulsiono, como puedo, intento darles a entender que no lo hagan, que se detengan, que no soy malo, ¿es que acaso es tan difícil comprenderlo?, ¿porqué se nubla la luz de su cerebro?

Comienzo a olisquear el nauseabundo aroma que produce el entrar mis primeros vellos en contacto con el fuego y me horrorizo; jamás imaginé un final tan atroz para mi vida.

Abro y cierro mis ojos con violencia, agito mi cabeza, mis manos y mis piernas con vehemencia, pero es inútil, no sólo no logro dejarlos de alarmar sino que avivo su aversión hacia mí, me es imposible escapar del ígneo celador que empieza a devorarme con sus fauces.

No puedo emitir sonido alguno, no logro arrancarle a esta seca garganta el más mínimo sonido, y así en silencio, se aproxima el triste final de mi existencia.

Las llamas comienzan a abrasarme y no puedo hacer otra cosa sino elevar mi pensamiento, perdonarlos y evocar el origen de mi horrible sufrimiento.

Lo recuerdo todo con claridad, sé exactamente como es que comenzó esta infame locura e intentaré relatarles la breve historia de mi vida:

Era la fecha decisiva de la eliminatoria mundialista de fútbol, y yo me encontraba tranquilamente sentado en un sillón de la sala mirando indiferente la pantalla del televisor; tan pronto a éste lo encendieron pude percibir en el ambiente algo especial, la magia se esparcía flotando por el viento y la luz de la esperanza se filtraba a raudales por la pantalla.

Con millones de emociones contenidas, todos miraban atentos el desarrollo del evento, no había espacio para parpadeos ni distracciones, de pronto una palabra retumbó al unísono en repetidas ocasiones: ¡¡¡Goool!!, ¡¡Goool!!, ¡Goool!

¿Y cómo es que pueden mantenerse las emociones controladas?, sería el equivalente de pedirle a un trozo de hielo que permanezca indiferente ante la lumbre.

Sí, el equipo de mis amores lograba por fin anotar el tanto que le daba el pase directo hacia el mundial de Sudáfrica, no importaba nada más, estábamos ya en el 2010 y éste comenzaba a dibujarse promisorio.

¡Qué explosión de sentimientos!, ¡Qué vorágine de emociones!, vinieron los abrazos, los desaforados gestos, los gritos, el paroxismo, la exaltación de todos los ahí reunidos; luego –y no sé ya si por suerte o por desgracia- ocurrió lo inexplicable.

Algo de esa pasión desenfrenada se introdujo en mí, algo hizo que se conmoviera mi gélido interior, algo que jamás podré compartir con los demás.

Una extraña sensación se apoderó de mí, era algo tan raro, indescriptible, era como una especie de calor que comenzó a inundar mi breve cuerpo; jamás antes –y debo decirlo honestamente- ni besos, ni abrazos, ni apapachos lograron despejar el letargo que de siempre me invadía, mucho menos hacerme sentir que estaba vivo.

El frenesí que se desató al término del partido fue indescriptible, una ola de alegría se produjo no sólo en nuestra casa, no sólo en la ciudad, era una festiva marea que atravesaba el país entero.

Un soplo de vida se asomó a mis ojos y fue en ese precioso instante que entendí de golpe porqué el humano llama con pasión al balompié el juego del hombre.

Mi inmóvil cuerpo entonces pareció tener alma, cobró vida inesperadamente y sin siquiera pensarlo logré esbozar una sonrisa pequeña, diminuta... Ese leve gesto pasó desapercibido totalmente e intenté repetirlo una y otra vez, nadie pareció darse cuenta de mi situación y aguardé el momento oportuno para mostrarlo nuevamente a los presentes.

Al día siguiente por la tarde, Juanito, el más pequeño de la familia se encontraba realizando una tarea, debía de investigar en Internet la evolución y el origen de las especies, intentando hacer dinámica de equipo tuvo a bien conectarse en el chat con Lupita, su amiga incondicional, después de enlazar sus direcciones electrónicas procedieron a saludarse colocándose sus diademas, bocinas y cámaras para estar conversando libremente.

Todo iba de lo más normal, como otras muchas veces había siempre pasado, hasta que Lupita dijo sentirse orgullosa de nuestra selección de fútbol, acto seguido, Juanito y yo sonreímos sintiéndonos cómplices.
Fue entonces que Lupita emitió un grito aterrador, con voz entrecortada y con la mano temblorosa señaló que a un costado de Juanito algo se movía macabramente.

En un instante Juanito dirigió la mirada a su derecha y saltó de su asiento con espanto, cuando pudo reaccionar, entre gritos de pánico llamó a su madre.

La familia entera acudió ante las voces de Juanito y ahí extrañados me vieron mover la cabeza lentamente hacia sus rostros y encima sonreírles.

Sobra decir que me rociaron agua bendita, luego con extrema precaución me tomaron con unas largas pinzas de hierro y después me arrojaron con violencia en el patio de la casa; desde lejos algunos comenzaron santiguarse al tiempo que profiriendo algunas voces disonantes acordaron el quemarme.

El otrora cariñoso can de la familia, que a menudo se acercaba a lamerme el rostro y luego se echaba en mi regazo también había cambiado, ahora parecía el mismísimo cancerbero del infierno que amenazaba con sus filosos colmillos desgarrar todos los miembros de mi cuerpo.

Y ahí sí que no hubo ya nada que hacer, fue el total acabose de mi vida.


No los culpo a ellos ni a nadie de mi suerte, esto quizá ocurre más a menudo de lo que se piensa en quienes logra despertarse un sentimiento poderoso, una pasión infinita, un fervor que a muchos los hace querer convertirlo en religión.

Inanimados o no, así de grande, así de sublime e irracional es lo que el fútbol logra provocar entre los seres de la tierra.

Acordaron todos incinerarme, seguros estaban que al destruirme se desharían de un ente diabólico y malvado, que había logrado atravesar los más profundos abismos del averno para cobrar vida.

Sólo pequeñas cenizas que el viento se encargó de esparcir quedaron de mí… de mí, un pequeño muñeco de trapo que quiso una vez amar el fútbol.


NaCl-U-2


Remo.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Ya se extrañaban tus cuentos. Muuuy Bueno.

10:10 a.m.  

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