20 noviembre 2007

Estación Creel.

Aprovechando el puente que la Ley Federal del Trabajo tuvo a bien otorgarnos, decidí por octava ocasión salir de mi ciudad para dirigirme a La Sierra Tarahumara.

Como siempre invité a tres amigos, quienes se escudaron con algún pretexto para no acompañarme, cosa que no me altera en lo más mínimo, pues desde hace muchos años me he acostumbrado a viajar solo, mi lema al respecto es: Si desean acompañarme son bienvenidos, y si no, pues ni modo, yo prosigo mi viaje programado y nada ni nadie me lo alteran.

Empaqué mi pequeña mochila con dos cambios de ropa, llené el tanque de gasolina de mi carro, verifiqué la presión de las llantas, realicé la inspección de rutina de la herramienta automotriz, y armado con un litro y medio de agua y medio kilo de manzanas me lancé a devorar kilómetros.

Me fascina el aspecto dorado del seco pastizal que adquiere durante el atardecer la vasta llanura de mi amada Chihuahua, (manejar en el ocaso, durante ese breve instante de la tarde en que todo se vuelve rojo, es para mí algo sublime), luego de dos horas y media de camino, el contraste es brutal, la planicie da paso a la abrupta montaña, donde el verde de los pinos sustituye al amarillo de los pastos y el oxígeno puro invade los pulmones.

Por puro gusto y a pesar de la baja temperatura, bajé las ventanillas de mi auto para que mis fosas nasales se deleitaran con aromas largamente postergados.

Creel apareció en el horizonte, y con ello una inmensa quietud me inundó el alma.

¡Qué lugar!, clasificado como el pueblo más seguro y pacífico de todo México (El último delito se cometió ahí hace más de veinte años) su sola vista invita a descansar.

Me instalé en unas pequeña y limpia cabañita (Cabañas Sierra Azul), en pleno centro del poblado, donde la cuota por noche es de $ 200.00 (Doscientos pesos 00/100 M.N.), la dueña del lugar de inmediato me trató con una confianza y amabilidad como sólo se puede tener en los pueblos libres de malicia.

Al día siguiente me dirigí al Lago de Arareco, subiendo y bajando grandes rocas, llegué a unas que parecían especialmente diseñadas por la madre naturaleza para el descanso, ahí, bajo la sombra de un enorme pino, me recosté a escuchar el sonido de las lentas olas que chocaban contra la orilla, a lo lejos se escuchaba el gorjeo de los patos y muy de vez en cuando alguna voz lejana se reproducía por el eco… perdí la medida del tiempo.

¿Existe algo más placentero que el conversar con uno mismo en tales circunstancias?, no para mí.

Me encontraba en un perfecto estado de equilibrio el cual temía romper con cualquier otra aventura, y por ello no visité las Barrancas del Cobre, el Valle de los Hongos, el Valle de las Ranas, el Valle de los Monjes, el Valle de los Penes, las Cascadas de Cusárare, la Misión de San Ignacio, el Cañón de Batopilas, la Piedra de la Fertilidad, los manantiales termales de Recowata, vamos, ni siquiera la mismísima Cascada de Basaseachi.

No, bien valía la pena conservar al máximo esa pequeña burbuja de jabón donde se encontraba inmerso mi espíritu.

Adquirí para mi repisa de recuerdos una pelota de madera del tamaño de un puño, con la cual los Rarámuris practican desde tiempos ancestrales “Rarajípame”, (Juego que consiste en empujar con el empeine tal bola y correr entre las montañas por horas, incluso por días), tuve buen cuidado de elegir una pelota en la que en su superficie estuviera grabada la leyenda: “Creel: 1907-2007. A 100 años de su fundación”.

El regreso fue ayer por la tarde, y lo emprendí con la misma rapidez con la que una tortuga recorrería mil metros para alejarse de una huerta de verdes lechugas.

Pasaba por Choquita (un pequeño poblado), cuando un indígena me pidió “aventón”, detuve la marcha y comencé a conversar con Leopoldo, el hijo menor de una familia de doce hermanos, cuya ascendencia en esa tierra se remonta a tal grado que se pierde entre las brumas de la historia, él desea seguir estudiando la educación preparatoria para algún día llegar a ser maestro bilingüe, corredor (como todos los de su noble raza) me asombró al escucharle decir que existe un Centro de Alto Rendimiento para deportistas en la cumbre de una montaña, ¿Quién lo sabe?, quizá mis próximas dos semanas de vacaciones las pase en ese sitio… Polo, también me enseñó que "Sehuérachi" significa lugar donde abundan los sapos.

Tan enfrascados estábamos en la charla que llegamos en un santiamén a San Juanito, su destino.

A partir de ahí encendí la radio, dejé que la música serrana a ritmo de acordeón me inundara los oídos y por pura inercia dejé que la carretera me llevara hasta Chihuahua.

Hoy en la oficina me preguntaron por el temible frío de la montaña, bah, quien se puede dar el lujo de reparar en tal minucia, cuando a las doce de la noche se encuentra uno observando el brillo de los astros y se es incluso capaz de distinguir el tenue titilar de las estrellas más remotas; sí, así de limpia es la atmósfera de Creel.


NaCl-U-2


Remo.

08 noviembre 2007

Estrenando…

¿Cómo no estar feliz si a diario estreno?

Así es, hoy por la mañana disfruté un hermoso amanecer… ¡Qué belleza!

Veremos como pinta por la tarde mi espectáculo favorito: el ocaso, (el cual por cierto, también será una puesta en escena única e irrepetible).


NaCl-U-2


Remo
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07 noviembre 2007

Caminos de Guanajuato.

“No vale nada la vida,
la vida no vale nada,
comienza siempre llorando,
y así llorando se acaba,
por eso es que en éste mundo
la vida no vale nada.

Bonito León, Guanajuato,
la feria con su jugada,
allí se apuesta la vida
y se respeta al que gana,
allá en mi León, Guanajuato
la vida no vale nada.”


Con estos hermosos versos de José Alfredo Jiménez fue como empezó mi travesía al ombligo de México, sí, el Cerro del Cubilete y su majestuoso cristo geográficamente constituye el centro de este país.

Ignoro si mi mochila de viaje es tan común y corriente como la de cualquier otro pasajero y por ello se confunda fácilmente o quizá resulte demasiado llamativa, pero en al menos tres ocasiones me intentaron despojar “accidentalmente” de mi equipaje diferentes personas, quienes “descuidadamente” confundían mi maleta con la de ellos.

No bien hube llegado a la ciudad de León, me dirigí a su centro histórico en el práctico optibús, conocido localmente como oruga (ojalá mi ciudad algún día instale un sistema de transporte tan limpio y eficiente como ese).

Por ser día 1º de Noviembre, asistí a visitar mi iglesia favorita en tal localidad, El Templo Expiatorio, hermosa construcción gótica que lleva casi 100 años de construcción sin que a la fecha haya sido terminada, acto seguido procedí a visitar las criptas que se encuentran en el subterráneo de tal sitio.

A las doce de la noche asistí a la procesión que se desarrolla por el centro de la ciudad, con veladora en mano y disfrazado de calavera, presencié las danzas chichimecas en honor de los fieles difuntos, pero en especial la danza del Torito fue la que acaparó mi total atención, ya que apenas es la quinta ocasión que se ejecuta, y se encuentra basada en la obra pictórica de nuestro mexicanísimo José Guadalupe Posadas quien en forma lúdica representaba calaveras.

Por supuesto que una visita (y con tremenda desvelada encima) al zooleón (zoológico) y la plaza mayor eran obligadas, pero tomé todo un día (el siguiente) para dedicarlo a una de mis ciudades coloniales favoritas: Guanajuato.

Guanajuato significa el lugar de las ranas, y son tan pintorescos sus callejones y sus túneles subterráneos como las momias que se exhiben en el museo.

No podía dejar de visitar la Presa de la Olla (a golpe de remo dejé evaporar mis pensamientos), ascender escalón por escalón al monumento del Pípila, acudir en forma breve a la casa donde nació Diego Rivera, y a la Alhóndiga de Granaditas.

De la comida que puedo decirles: por vez primera probé el fiambre, (platillo de origen guatemalteco) el cual consiste en una interesante mezcla de carnes y encurtidos, como el queso de puerco, jamón, patitas de cerdo, algunas frutas como jícama, manzana, guayaba, y también verduras al vapor como zanahorias, papas y calabacitas.

Las enchiladas mineras hicieron mi delicia y descubrí un nuevo platillo (hasta hoy sólo lo venden en dos puestos), lo llaman la pizza mexicanas, la cual consiste en una gruesa tortilla de maíz azul, le agregan una cama de frijoles refritos y colocan encima flores de calabaza y huitlacoches, los dejan cocer un poquito en el comal de barro y por último espolvorean queso… Una auténtica delicia que no estaba dispuesto a dejar de saborear.

Es la cuarta ocasión que visito el Bajío mexicano y siempre descubro algo nuevo y diferente… espero volver pronto a tan hermosa tierra.


NaCl-U-2


Remo.