Aberdólaga.
Siempre me he preguntado: ¿Cómo es que mis amigos me soportan?
¡En serio!
Hay ocasiones en que por más que me quiebro la cabeza no sé porqué lo hacen, he llegado incluso a pensar en que si yo fuera ellos y ellos yo, de ninguna manera les aguantaría tanta babosada.
Cuando me lo propongo soy insoportable y a veces mucho peor.
Abel Gutiérrez se llama mi buen amigo de la primaria, por diversos motivos y siguiendo una muy propia y recochina costumbre con mis seres queridos, lo bauticé primero como “Abelardo”, luego como “Abelardo Gallegos”, y por último lo sinteticé como “Abelárdoga”, sólo que una amiga no podía pronunciar correctamente mi invento y terminó rebautizándolo como “Aberdólaga”.
Todos estos sobre nombres fueron puestos desde que cursamos juntos la primaria hasta la secundaria.
La primera diablura que cometí con él fue cuando éramos unos pequeños escolares que cursaban la especialidad del primer grado de primaria.
Estábamos en la hora del recreo y yo había sido castigado por no haber hecho la tarea encargada el día anterior, así que la maestra no me autorizó salir del salón de clases.
Me encontraba masticando alegremente un chicle cuando Abel entró al salón con el único afán de burlarse de mi triste situación.
No me dio coraje por lo que decía y casi sin pensarlo extraje mi chicle y con un habilísimo movimiento de manos se lo pegué en el copete.
- ¿Qué hiciste?, - decía, al mismo tiempo que intentaba quitárselo.
- A ver, déjame a mí, - y el maldito chicle por más que se lo quería quitar, mucho más se le enredaba.
El timbre de la chicharra indicaba que todos debían volver a sus clases, yo estaba preso de la desesperación, anticipando otro castigo, cuando la providencia vino en mi ayuda, un rayo de luz inundó mi cerebro, y saqué rápidamente de mi mochila unas tijeras, con las que le corté sendo mechón de cabellos.
- ¿Cómo me veo?, - me decía Abel.
- ¡Bien, ni se te nota! -contesté sin siquiera mirarlo.
La verdad era que sí se veía bastante mal, porque le faltaba un buen tramo de cabello, lo contenté como pude y hasta lo dejé utilizar mis mejores colores y mi sacapuntas.
Al día siguiente, en cuanto entramos a clase con una voz llorosa me dijo:
- Ya me dijo mi mamá que me veo bien feo, ¡Vas a ver!
- Ja, ja, ja. -fue mi respuesta.
Me burlé ese día todo lo que quise y no le di la más mínima importancia, sabedor de que Aberdólaga era de buen corazón y pronto me iba a perdonar.
Sí, lo sé.
Desde niño mi cerebro ya se estaba entrenando para convertirme en un auténtico zórpilo.
P.D. Texto escrito sólo para recordar que alguna vez fui niño y que a mi manera yo también festejaba el 30 de abril, sólo que con una frecuencia muy superior a una sola vez al año.
NaCl-U-2
Remo.
¡En serio!
Hay ocasiones en que por más que me quiebro la cabeza no sé porqué lo hacen, he llegado incluso a pensar en que si yo fuera ellos y ellos yo, de ninguna manera les aguantaría tanta babosada.
Cuando me lo propongo soy insoportable y a veces mucho peor.
Abel Gutiérrez se llama mi buen amigo de la primaria, por diversos motivos y siguiendo una muy propia y recochina costumbre con mis seres queridos, lo bauticé primero como “Abelardo”, luego como “Abelardo Gallegos”, y por último lo sinteticé como “Abelárdoga”, sólo que una amiga no podía pronunciar correctamente mi invento y terminó rebautizándolo como “Aberdólaga”.
Todos estos sobre nombres fueron puestos desde que cursamos juntos la primaria hasta la secundaria.
La primera diablura que cometí con él fue cuando éramos unos pequeños escolares que cursaban la especialidad del primer grado de primaria.
Estábamos en la hora del recreo y yo había sido castigado por no haber hecho la tarea encargada el día anterior, así que la maestra no me autorizó salir del salón de clases.
Me encontraba masticando alegremente un chicle cuando Abel entró al salón con el único afán de burlarse de mi triste situación.
No me dio coraje por lo que decía y casi sin pensarlo extraje mi chicle y con un habilísimo movimiento de manos se lo pegué en el copete.
- ¿Qué hiciste?, - decía, al mismo tiempo que intentaba quitárselo.
- A ver, déjame a mí, - y el maldito chicle por más que se lo quería quitar, mucho más se le enredaba.
El timbre de la chicharra indicaba que todos debían volver a sus clases, yo estaba preso de la desesperación, anticipando otro castigo, cuando la providencia vino en mi ayuda, un rayo de luz inundó mi cerebro, y saqué rápidamente de mi mochila unas tijeras, con las que le corté sendo mechón de cabellos.
- ¿Cómo me veo?, - me decía Abel.
- ¡Bien, ni se te nota! -contesté sin siquiera mirarlo.
La verdad era que sí se veía bastante mal, porque le faltaba un buen tramo de cabello, lo contenté como pude y hasta lo dejé utilizar mis mejores colores y mi sacapuntas.
Al día siguiente, en cuanto entramos a clase con una voz llorosa me dijo:
- Ya me dijo mi mamá que me veo bien feo, ¡Vas a ver!
- Ja, ja, ja. -fue mi respuesta.
Me burlé ese día todo lo que quise y no le di la más mínima importancia, sabedor de que Aberdólaga era de buen corazón y pronto me iba a perdonar.
Sí, lo sé.
Desde niño mi cerebro ya se estaba entrenando para convertirme en un auténtico zórpilo.
P.D. Texto escrito sólo para recordar que alguna vez fui niño y que a mi manera yo también festejaba el 30 de abril, sólo que con una frecuencia muy superior a una sola vez al año.
NaCl-U-2
Remo.
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