El fuego.
Nunca he sentido una mayor fascinación que el observar las llamas de una hoguera, incluso cuando ésta se acaba, las brazas ejercen sobre mí una especie de atracción fatal.
Dicen mis padres, que cuando era niño y vivíamos en El Molino, yo me estaba pegadito a la estufa de leña, observando el fuego, eso sí, jamás me atreví a tocar ni las llamas ni la estufa, desde siempre he sentido una especie de reverencia ante su incandescente majestad.
A menudo mi abuela paterna me advertía con estas sabias palabras que no debía permanecer mucho tiempo observando el fuego.
- Te vas a orinar en la cama, mientras duermes, - me decía.
Mi única respuesta era un mudo silencio, y seguía observando las llamas, imaginando rostros, animales, cosas buenas y malas…
Mi principal preocupación en ese tiempo era alimentar a la estufa de leña para que no se extinguieran las flamas, en ocasiones, (y adrede), dejaba que las llamas casi se apagaran, sólo para tener el placer de encenderlas nuevamente con un poco de paja o tiernas ramitas secas.
Hubo sin embargo ocasiones en que el fuego se cansaba de entretenerme y se apagaba totalmente, entonces, armado con un frasco de alcohol, -sin que mis mayores lo supieran- me proponía seriamente reiniciar el juego que a mi juicio había quedado inconcluso.
Nunca entendí como es que mis hermanos menores, se arrimaban imprudentemente a aquel artefacto, extendían su mano y pretendían tocar una braza, se quemaban, y jamás se volvían a acercar. Eso desde niño a mí me pareció una soberana tontería, porque la lumbre es digna de respeto, nadie me lo dijo, nadie me lo enseñó, es un conocimiento que ya venía junto conmigo, como un eco lejano que resonaba dentro de mi cabeza cada vez que me aproximaba al fuego.
Por obvias razones, mi súper héroe favorito siempre fue (el a recientes fechas nuevamente popularizado) “La Antorcha Humana”, de los cuatro fantásticos, ¿Quién si no yo, podría idolatrar ese súper poder? y al grito de “Llamas a mí”, corría por el patio de mi casa con una antorcha de cartón, contaba a lo mucho con nueve años de edad. Sé que parecerá infantil mi actitud actual, pero ahí estuve en el estreno de la película el año pasado, a mi juicio una buena producción.
Tuve algunas ocurrencias como por ejemplo mojar mi mano totalmente en agua y pasarla rápidamente ante las altas llamas, o dejar correr un chorro de alcohol sobre mi brazo y encender rápidamente un cerillo.
Ojo: Nunca lo hagan niños y niñas; que a mí el fuego me respeta, pero no sé a los demás, y más recientemente mis aficiones abarcan saltar sobre las fogatas encendidas, e incluso sobre las brazas, cuando ya aquéllas se ha extinguido.
Es mi manera de adorar a las fuerzas de la naturaleza, quizá algunos piensen que es algo bobo, pero a mí me produce placer.
Hasta la fecha cuando la ocasión lo permite y si nos encontramos en una excursión, me descalzo y pongo los pies cerca del fuego, no falta quien dice que quiero imitar al emperador Cuauhtémoc, pero nada más alejado de la realidad, yo sólo lo hago para calentar mis extremidades inferiores, mi padre al ver eso me advierte:
- Te van a salir saballones en la planta de los pies. –dice muy serio.
Uno de mis mejores amigos, me dice que si tiene la oportunidad me atará a un poste y encenderá una hoguera enorme para que muera quemado como las brujas y los herejes de los tiempos de la inquisición, ello desborda mi imaginación y le digo que no tiente a su suerte, porque, ¿Qué pasaría si mi aliado el fuego me respeta y me convierte en un ser inmortal?, jamás le alcanzaría la vida para arrepentirse de todo el “infierno” que a diario le daría.
No soy creyente de la reencarnación, pero a veces pienso que habita en mí cierta herencia genética, cierto instinto primigenio de los antiguos pueblos de mi estado, para los cuales el fuego representaba su único modo de subsistir durante el invierno por las bajas temperaturas que se registran en estas latitudes, donde al calor de las fogatas los ancianos chamanes de los Faraones de Paquimé, de los Rarámuris de la Sierra Tarahumara, o de los Apaches de las llanuras centrales de Chihuahua realizaban al calor de una hoguera su artes adivinatorias o sus ritos más sagrados.
Nunca he conocido alguien a quien le guste disfrutar la cercanía del fuego, y no me estoy refiriendo a acercarse por el solo hecho de calentar el cuerpo, tampoco me gusta encenderlo en cualquier cosa a diestra y siniestra o sin ton ni son, no, no soy piromaniaco, si lo fuera no tendría ningún reparo en aceptarlo.
Mi gozo se refiere al que produce una buena fogata por horas, solo o acompañado pero sin hablar, observando las llamas consumir lentamente la madera, escuchando el crepitar de la leña, olfateando el aroma que emana de la resina de los pinos, y procurando asar de vez en cuando alguna salchicha enrollada en tocino, pero eso sí, sin apartar jamás la mirada de la lumbre mientras intento descifrar los enigmas de una escritura y de un idioma incandescente.
NaCl-U-2
Remo.
Dicen mis padres, que cuando era niño y vivíamos en El Molino, yo me estaba pegadito a la estufa de leña, observando el fuego, eso sí, jamás me atreví a tocar ni las llamas ni la estufa, desde siempre he sentido una especie de reverencia ante su incandescente majestad.
A menudo mi abuela paterna me advertía con estas sabias palabras que no debía permanecer mucho tiempo observando el fuego.
- Te vas a orinar en la cama, mientras duermes, - me decía.
Mi única respuesta era un mudo silencio, y seguía observando las llamas, imaginando rostros, animales, cosas buenas y malas…
Mi principal preocupación en ese tiempo era alimentar a la estufa de leña para que no se extinguieran las flamas, en ocasiones, (y adrede), dejaba que las llamas casi se apagaran, sólo para tener el placer de encenderlas nuevamente con un poco de paja o tiernas ramitas secas.
Hubo sin embargo ocasiones en que el fuego se cansaba de entretenerme y se apagaba totalmente, entonces, armado con un frasco de alcohol, -sin que mis mayores lo supieran- me proponía seriamente reiniciar el juego que a mi juicio había quedado inconcluso.
Nunca entendí como es que mis hermanos menores, se arrimaban imprudentemente a aquel artefacto, extendían su mano y pretendían tocar una braza, se quemaban, y jamás se volvían a acercar. Eso desde niño a mí me pareció una soberana tontería, porque la lumbre es digna de respeto, nadie me lo dijo, nadie me lo enseñó, es un conocimiento que ya venía junto conmigo, como un eco lejano que resonaba dentro de mi cabeza cada vez que me aproximaba al fuego.
Por obvias razones, mi súper héroe favorito siempre fue (el a recientes fechas nuevamente popularizado) “La Antorcha Humana”, de los cuatro fantásticos, ¿Quién si no yo, podría idolatrar ese súper poder? y al grito de “Llamas a mí”, corría por el patio de mi casa con una antorcha de cartón, contaba a lo mucho con nueve años de edad. Sé que parecerá infantil mi actitud actual, pero ahí estuve en el estreno de la película el año pasado, a mi juicio una buena producción.
Tuve algunas ocurrencias como por ejemplo mojar mi mano totalmente en agua y pasarla rápidamente ante las altas llamas, o dejar correr un chorro de alcohol sobre mi brazo y encender rápidamente un cerillo.
Ojo: Nunca lo hagan niños y niñas; que a mí el fuego me respeta, pero no sé a los demás, y más recientemente mis aficiones abarcan saltar sobre las fogatas encendidas, e incluso sobre las brazas, cuando ya aquéllas se ha extinguido.
Es mi manera de adorar a las fuerzas de la naturaleza, quizá algunos piensen que es algo bobo, pero a mí me produce placer.
Hasta la fecha cuando la ocasión lo permite y si nos encontramos en una excursión, me descalzo y pongo los pies cerca del fuego, no falta quien dice que quiero imitar al emperador Cuauhtémoc, pero nada más alejado de la realidad, yo sólo lo hago para calentar mis extremidades inferiores, mi padre al ver eso me advierte:
- Te van a salir saballones en la planta de los pies. –dice muy serio.
Uno de mis mejores amigos, me dice que si tiene la oportunidad me atará a un poste y encenderá una hoguera enorme para que muera quemado como las brujas y los herejes de los tiempos de la inquisición, ello desborda mi imaginación y le digo que no tiente a su suerte, porque, ¿Qué pasaría si mi aliado el fuego me respeta y me convierte en un ser inmortal?, jamás le alcanzaría la vida para arrepentirse de todo el “infierno” que a diario le daría.
No soy creyente de la reencarnación, pero a veces pienso que habita en mí cierta herencia genética, cierto instinto primigenio de los antiguos pueblos de mi estado, para los cuales el fuego representaba su único modo de subsistir durante el invierno por las bajas temperaturas que se registran en estas latitudes, donde al calor de las fogatas los ancianos chamanes de los Faraones de Paquimé, de los Rarámuris de la Sierra Tarahumara, o de los Apaches de las llanuras centrales de Chihuahua realizaban al calor de una hoguera su artes adivinatorias o sus ritos más sagrados.
Nunca he conocido alguien a quien le guste disfrutar la cercanía del fuego, y no me estoy refiriendo a acercarse por el solo hecho de calentar el cuerpo, tampoco me gusta encenderlo en cualquier cosa a diestra y siniestra o sin ton ni son, no, no soy piromaniaco, si lo fuera no tendría ningún reparo en aceptarlo.
Mi gozo se refiere al que produce una buena fogata por horas, solo o acompañado pero sin hablar, observando las llamas consumir lentamente la madera, escuchando el crepitar de la leña, olfateando el aroma que emana de la resina de los pinos, y procurando asar de vez en cuando alguna salchicha enrollada en tocino, pero eso sí, sin apartar jamás la mirada de la lumbre mientras intento descifrar los enigmas de una escritura y de un idioma incandescente.
NaCl-U-2
Remo.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal