04 mayo 2006

La niña de mis ojos.

Tendría yo unos ocho años cuando le dije a mi padre:

- Papá, cuando yo sea grande me voy a pintar los ojos.

- ¿Qué dices? – me contestó muy severamente mi progenitor.

- ¡Qué me quiero pintar los ojos de colores! – repuse muy convencido.

- ¡Eso no lo hace un hombre!, ¡Eso nada más lo pueden hacer las mujeres!, –respondió agresivamente mi padre al tiempo que me daba un tremendo empujón en el hombro.

- ¿Y eso porqué?, ¡No es justo!, ¡Yo me quiero pintar los ojos! –protesté con furia.

La terrible mirada que me dirigió mi padre me obligó a callar…

Desde ese momento mi papá me perdió la confianza, consideraba que probablemente mi orientación sexual no era la que él esperaba, se dedicó a vigilar discretamente todas las actividades que realizaba, insistía en saber hasta el más mínimo de mis comportamientos, miraba con desconfianza a mis amigos y secretamente revisaba mi cuarto en busca de pistas reveladoras que confirmaran el juicio que se había formado de mí.

Enérgicamente me exigía siempre los primeros resultados en competencias donde siempre se exaltaba la virilidad.

Así es como fui entrenado duramente por él mismo en deportes como el fútbol, el boxeo, y el rodeo, (en el cual por mi edad sólo se me permitía montar becerros y uno que otro borrego).

No satisfecho con eso, en ocasiones azuzaba a mis amigos para que pelearan a puño limpio conmigo, por supuesto que de salir derrotado me esperaba una regañiza brutal, pues perder una riña no era para él sino un signo de debilidad y por consiguiente de feminidad.

Así mi carácter se volvió cada vez más hosco y a la vez taciturno, tal era mi educación espartana, que acostumbraba ya a contestar las preguntas con lacónicos monosílabos la mayoría de las veces.

Sus castigos a veces por naderías eran cada ocasión más severos, porque a su decir: “Esa era la única manera de formar el carácter de los hombres de verdad”.

El tiempo pasó y tendría yo unos doce años de edad cuando una noche mi familia entera se encontraba reunida alrededor de la televisión, se trasmitía el noticiero nocturno, cuando de repente el presentador anunció:

- La tecnología ha llegado a México, ya se pueden adquirir los lentes de contacto que librarán a quienes padezcan de deficiencia visual de las estorbosas gafas, incluso ya se pueden conseguir pupilentes de diferentes colores.

Yo salté de gusto del sillón, olvidé mis usuales y bruscas frases cortas y grité a todo pulmón:

- ¡Por fin haré mi sueño realidad!, ¿Se imaginan que en lugar de tener los ojos color café, los tenga yo negros?

Todos en casa quedaron en silencio sepulcral.

Mi padre respiró profundamente como queriendo descifrar lo que yo había dicho, -tanto hacía años como lo propio recién expresado-.

Volteó a verme con una amable mirada (la cual ya no guardaba en mi memoria) y me cuestionó de una forma como si el peso de la culpabilidad tantos años acumulado al fin hubiera sido liberado y se hubieran hecho añicos contra el cemento del piso de la casa:

- ¿A qué te referías exactamente cuando una vez dijiste que querías pintarte los ojos?

- Pues a cambiarme el color de la niña de los ojos, no pensarías que me quería pintar los párpados como lo hacen los maricones, ¿O sí?


NaCl-U-2


Remo.

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