16 junio 2006

Las flores del panteón.

Hoy recordé como un eco lejano las voces de mi abuela.

Poco tiempo convivimos juntos, ella a sus ochenta años de edad se encontraba en el ocaso de su vida ya muy grave por el peso de los años y pensaba más en otra vida que en esta.

Yo, con diez años a cuestas, no encontraba nunca las palabras de consuelo, como muda caricia, tomabas sus frías manos entre las mías y procuraba darles algo de calor.

- Abuelita –dije una vez-, ¿Por qué tienes esas manchitas negras en tus manos y muñecas?

Ella realizando un gran esfuerzo por contestarme me dijo sonriente:

- Son las flores del panteón hijito, pronto mi cuerpo será como un jardín de cementerio, florecerá una extraña primavera en el invierno de mi vida, porque es ley de la naturaleza que yo muera.

- ¡No me dejes abuelita! –sollocé desesperado mientras acercaba sus manos trémulas a mis mejillas húmedas.

- Calla, hijo, calla y sé fuerte, ¿No ves que tus lágrimas sólo consiguen irrigar estas flores?

Respiré hondo, muy hondo, y contuve mi incipiente llanto.

Dos días después mi abuela falleció, las flores en sus manos desaparecieron misteriosamente, se marchitaron al expirar el cuerpo que las alimentaba.

Estoy viejo, lo sé, el círculo de mi vida comienza a cerrarse, a mis sesenta y cinco años observé al despertarme el día de hoy como una pequeña flor del camposanto brotó en mi mano izquierda, surgió fresca, radiante, desafiante…

Más no estoy triste, me encuentro en el momento justo de contar la historia de las flores de mi abuela a la siguiente generación, la historia de una vida que ha sido todo, menos aburrida, la historia de estas manos que se deleitaron con el dulce amor, pero que también conocieron vicisitudes y dolor, que labraron la tierra con presteza y que hoy vencidas y cansadas comienzan a servir de abono para las flores negras del panteón.


NaCl-U-2


Remo.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal