11 agosto 2006

Las tres hermanas.

Eutimio a sus 99 años de pronto recobró la lucidez.

Durante dos días estuvo inconsciente, al borde de la muerte, sus descendientes acudieron en gran número a la antigua casona familiar, para esperar lo inevitable, con gran resignación aguardaban el último aliento del patriarca de la familia.

Ahora, súbitamente había recuperado la salud, el viejo sentía sus fuerzas renovadas, sin embargo, con su gran experiencia de vida sabía que aquello era tan sólo el principio del fin, recordó la antigua sentencia de que justo antes de morir los males desaparecen.

Eutimio le hizo un último encargo a su nieto mayor:

- Ramiro, te pido que vayas hasta La Guajolota por el padre Sebastián, antes de morir quiero confesarme, no quiero que mi alma arda en el infierno eternamente.

Ramiro cumplió el encargo y regresó tan rápido como pudo al Táscate con el sacerdote.

Ya en presencia del párroco, Eutimio pidió confesarse delante de todos sus hijos, nietos y bisnietos; el cura accedió a la petición.

- Hijo dime todos tus pecados.

- Padre Sebastián, como buen católico que siempre he sido me he confesado en varias ocasiones, sólo que nunca he tenido el valor de contar un acto que cometí cuando era joven, es una acción vil que por años no me ha dejado dormir como los justos.

- Habla hijo, que Dios te perdonará si tu arrepentimiento es sincero.

- Aún con la presencia tan cercana de la muerte me avergüenzo decirlo, pero tengo que hacerlo, es un lastre que he arrastrado casi toda mi vida, y hoy su peso me oprime, me asfixia, no puedo soportarlo, de una vez por todas quiero liberarme de él y partir de este mundo con el alma sin mácula.

- Hijo, si lo deseas, podemos hablar a solas, no es necesario que toda tu familia escuche tu confesión.

- No padre, es mi último deseo que todos sepan lo que tengo que decir, es algo muy grave y deseo enfrentarlo de una vez por todas.

- Bien hijo, adelante.

- Padre, cuando me fui con la bola cometí muchos excesos, robos y asesinatos eran el pan nuestro de cada día, pero por ellos no me preocupo, todos me fueron perdonados por su antecesor, sólo me guardo uno, y es el crimen más bajo que un ser humano puede cometer aprovechándose de su fuerza.

Eutimio respiró hondo y prosiguió:

- Me arrepiento, padre… me arrepiento de haber violado a tres hermanas.

Todos en el cuarto quedaron lívidos, bien podría cortarse con un cuchillo el ambiente de tan tenso que se respiraba en la habitación, muchos ahí comenzaron a llorar en silencio.

Justo al escuchar la palabra “hermanas”, Eladio, el menor de sus hijos recordó a sus tres tías: Santa, Pura y Paz.

El solo hecho de suponer que su padre había mancillado la virginidad de aquellos seres tan queridos, de aquellas hoy venerables ancianas, lo hizo estremecer de estupor y se arrepintió mil veces de haber escuchado aquello, el resto de la familia telepáticamente pensó lo mismo que Eladio.

Justo al escuchar la palabra “hermanas”, el cura retrocedió como si de pronto hubiera visto una serpiente a punto de morderlo, por su mente pasó el cercano convento de Santa Catarina, donde muchas hermanas religiosas vivían en santa paz, ¿Sería él capaz de perdonar a un moribundo ante un crimen tan atroz cometido contra doncellas consagradas a Dios?, pidió fuerza y sabiduría al altísimo y sólo balbuceó una palabra.

- ¡¿Qué?!

- Sí padre, lo siento, créame de verdad que lo siento… Haber violado a tres hermanas es algo que jamás me he podido perdonar a mí mismo, ojalá que en su infinita bondad Dios lo haga, y que él los ilumine a ustedes para que también puedan hacerlo.

Después del impacto emocional, el sacerdote recobró un poco su compostura y dijo:

- Prosigue, hijo prosigue.

No se sabe si el cura pronunció esas palabras con el ánimo de que el próximo difunto descargara por completo aquella terrible aberración a pesar de la repugnancia que ello pudiera provocarle o por el simple morbo de saber a fondo los detalles, lo cual desde que el mundo es mundo pica la curiosidad y caracteriza a la raza humana.

- Eran tiempos de la Revolución, padrecito, yo era muy joven y brioso, tenía dieciocho años; ese fatídico día atacamos una hacienda cerca de la ciudad de Zacatecas y ebrios por la victoria, empapados de polvo y sangre y con la valentía que proporciona el haber bebido de más, entre cuatro compañeros de tropa y yo abusamos uno por uno de las tres jóvenes hijas del hacendado.

Todos en el cuarto suspiraron aliviados, mágicamente el ambiente volvió a la normalidad y los colores a sus rostros. Las tías Santa, Pura y Paz recobraron de inmediato su alta posición familiar de matronas virtuosas y las monjas del convento de Santa Catarina volvieron a ser virginales damas.

El sacerdote le concedió de buena gana la absolución a Eutimio y él partió de este mundo con la conciencia tranquila ante el desgarrador llanto de la familia entera quien al enterrarlo su cuerpo sepultaron también para siempre el asunto de aquellas anónimas víctimas de la Revolución Mexicana.


NaCl-U-2


Remo.

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