11 septiembre 2006

El billete.

(Un cuento infernal).

Doña Fortunata era una mujer muy humilde con cuarenta años a cuestas, aunque la mala vida la hacía parecer de sesenta.

Cuando tenía trece años su ahora ex-esposo la había arrancado de su seno familiar, y la había sometido a un modo de vida miserable.

Pasó la mayor parte de su vida como un ama de casa abnegada y sufrida, recibió los peores maltratos psicológicos y físicos. Mario, su ex-esposo era un hombre enfermo de celos que gozaba con la total dominación de su hembra, -como él decía-.

Al poco tiempo de vivir juntos, nació su primer hijo, Felipe, que para su mala suerte cuando tenía dos años sufrió un accidente al caer del borde de una silla donde Mario –en completo estado de ebriedad- lo había colocado irresponsablemente, como consecuencia quedó imposibilitado para caminar. En la Cruz Roja, les dijeron que su cura era posible, pero la pareja no tenía dinero para su tratamiento.

Tiempo después llegó su primera hija, Lucrecia, la cual era una niña preciosa, y desde pequeña dio muestras de una mente perspicaz, demasiado en lo que a sexualmente se refiere.

Doña Fortunata tenía ya diecisiete años cuando quedó embarazada por tercera vez, era un varoncito que nació muerto, víctima de la mala alimentación y de las golpizas recibidas por parte de Mario, quien se negaba rotundamente a reconocer la paternidad de aquel no nato y a quien en medio del dolor registró con el nombre de Joaquín. Ese hecho casi le costó la vida a Doña Fortunata, y por las complicaciones que sufrió quedó sin posibilidades de procrear hijos nuevamente, mismo que fue utilizado como pretexto para que Mario la abandonara a la edad de veintinueve años.

Desde entonces Doña Fortunata como la llamaban en la colonia, se había dedicado a limpiar las casas de las familias acomodadas, a lavar ropa ajena y a hacerse cargo de sus dos hijos. Sola había hecho lo posible por enseñar enviar a Felipe y Lucrecia a estudiar la primaria, sin embargo sólo Lucrecia consiguió llegar hasta la educación preparatoria, para Felipe, el asistir a clases era una verdadera tortura, debido a las continuas burlas de sus compañeritos.

Un domingo, Doña Fortunata se preparaba para ir a misa, cuando escuchó que tocaban en la puerta de su casa:

- Toc, toc, ¿Está ahí Doña Fortunata?

Doña Fortunata abrió la puerta y se encontró cara a cara con La Dagor, mujer de pésima reputación en toda la colonia y que había sido una de las causas de los problemas por los que Doña Fortunata peleaba con Mario, aún y cuando éste ya no vivía junto a ella.

- ¿Qué se le ofrece señora?

- Doña Fortunata, estoy vendiendo billetes de lotería casa por casa, ¿Le gustaría comprar uno?, ¡Sólo cuestan diez pesos!

- No, muchas gracias, tengo muy mala suerte, y el poco dinero que tengo apenas me alcanza para vivir.

- Anímese Doña Fortunata, mire que quien no se avienta no cruza el río, en una de esas y hasta sale premiada, mire son diez millones de pesos los que se rifan este martes, ¿Se imagina, diez millones?

Este último comentario hizo mella en el corazón de Doña fortunata y con la inocencia que muestra un niño ante una paleta de caramelo, adquirió el billete de lotería, su número era el 47629.

Ese mediodía, Doña Fortunata hincada ante el altar de la iglesia después de la misa repetía, y repetía la siguiente oración:

“Señor Jesucristo, todo poderoso, ayúdame a sacarme la lotería, tú sabes muy bien que Felipe necesita un tratamiento, ayúdame, y te prometo mandarte cantar cien misas en tu honor”.

Con el espíritu renovado, Doña Fortunata regresó a su casa a soportar su pobreza.

El próximo martes Doña Fortunata llegó justo a tiempo a su casa para escuchar el programa radial de la lotería nacional.

Concentrada al máximo escuchó al niño gritón que vociferaba:

- ¡Premio mayor, premio mayor!, ¡¡Número 47629, 47629!!, ¡¡¡4-7-6-2-9!!!, ¡¡¡¡Premio mayor, premio mayor!!!!

Un grito de contenida emoción escapó de la garganta de aquella mujer, ¡No podía creerlo!

Doña Fortunata veía el número que tenía en la mano y no consideraba que fuera realidad, le parecía estar en un sueño, la cabeza comenzó a darle vueltas y ojos se llenaron de lágrimas al tiempo que abrazaba a Felipe, quien al no saber que ocurría, también comenzó a llorar.

Quizá doscientas o trescientas veces Doña Fortunata bendijo el nombre de Dios, mientras seguía sollozando.

Doña Fortunata les explicó a sus hijos que el domingo pasado había comprado un billete de lotería y que le había pegado al gordo, Lucrecia saltó de júbilo, ya se veía usando ropa a la última moda y logrando aún mayor éxito y clientes en el “empleo” que tiempo atrás y a escondidas de su madre había emprendido en la casa de La Dador… Lucrecia se prostituía.

Durante la raquítica cena, los tres fueron por primera vez felices, hasta parecían una familia bien constituida cuyas preocupaciones habían escapado junto con el viento por la ventana de la cocina.

Esa noche Doña Fortunata no pudo dormir, se observaba a sí misma dándole el mejor tratamiento a Felipe, comprando bastante alimento en el centro comercial, mejorando su casa, vaya, hasta se veía con una cuenta de ahorros en el banco, imaginó también a Mario que volvía arrodillado pidiéndole perdón, un perdón que ella quizá le concedería, a final de cuentas Mario había sido su único hombre.

El miércoles por la mañana Doña Fortunata no perdió tiempo, se dirigió muy temprano a la casa de La Dagor, para saber como cobrar aquél premio.

Estuvo tocando buen rato en la puerta de aquella esquina que tan mala fama tenía en el vecindario, pero nadie atendió a su llamado.

Una vecina, -de esas que siempre madrugan-, al verla le dijo:

- Uh, no Doña Fortunata, ni para que siga tocando, La Dagor se fue el lunes de aquí, vino un camión de esos grandototes y se llevó todas sus cosas, yo creo que ya no vuelve nunca, ya ve como andaba metida en cosas chuecas que hasta la policía estuvo aquí la semana pasada.

Doña Fortunata asintió con la cabeza y se fue a su trabajo, no le importaba la suerte de La Dagor ni la condenaba, finalmente ella disfrutaría de un dinero que nunca habría tenido de no haber comprado aquel billete que La Dagor le vendió, al pasar por la iglesia, hizo la señal de la cruz y hasta incluyó en su plegaria diaria a La Dagor.

Llegó a su trabajo justo a tiempo, esa tarde explicó a Doña Caridad, -su patrona- que necesitaba salir una media hora antes, Doña Caridad consintió, no sin antes de muchas preguntas y decirle que esa media hora la tenía que recuperar el día siguiente.

Con el corazón lleno de ilusiones, Doña Fortunata se dirigió a un centro comercial, donde había visto un puesto de billetes de lotería:

- Buenas tardes señor. – Dijo Doña Fortunata con mucha timidez.

- Buenas seño, ¿Qué se le ofrece?

- Pues mire compré este boleto de lotería y creo que me saqué un buen premio

- A ver, déjeme checarlo.- El hombre tomó el billete y le pareció demasiado extraño. – Oiga, señora, es esto una broma ¿O qué?

- No, señor, yo nada más quiero saber si me saqué el premio mayor.

- ¡Está usted loca!, ¡Este billete es falso!, ¡Mire, ni siquiera trae los sellos de seguridad, es una asquerosa falsificación, para colmo trae impreso año de 2005, estamos en el 2006 señora, en el 2006!, ¡Lárguese de aquí antes de que llame a la policía, vieja estafadora!

Doña Fortunata salió del centro comercial corriendo, por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas. No le hería tanto el hecho de saberse engañada, como el hecho de saber que Felipe seguiría sentenciado a ser un paralítico quizá de por vida.

Al llegar a su casa presa de la vergüenza más aplastante, se extrañó muchísimo, había un mar de gente esperándola, quienes al verla corrieron a su encuentro a felicitarla, ya unos le pedían préstamos, ya otros le proponían un negocio, otros le recordaban que eran íntimas amigas y que la habían apoyado en sus momentos de mayor desesperación, mientras que otros se hacían pasar por familiares lejanos que nunca la habían frecuentado. Lucrecia le había contado a todo mundo.

Doña Fortunata los paró en seco, les dijo que había sido engañada por La Dagor y que en realidad su billete de lotería era falso.

Nadie le creyó. Ni siquiera Lucrecia.

Todos se alejaron gritándole que era una desagradecida, una perra mal nacida, una mentirosa, una…

Lucrecia fue la más enfurecida, en unas cuantas bolsas metió sus pertenencias y se fue de la casa jurando no volver nunca para aquél asentamiento paupérrimo que tan malos recuerdos le traía y de donde la fortuna se le fue de las manos por culpa de la avaricia y la tacañez de Doña Fortunata.


NaCl-U-2


Remo.

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